SEGADORES
Hace unos días que una buena
amiga de Santa Cruz me envió una foto espectacular de un campo de trigo
Manchego segado. Era un atardecer precioso, con ese contraste de oro y púrpura
que es la nota de color predominante en el estío de esos campos recién segados,
y mira por donde me vino a la memoria algo que parece que fue soñado por mí.
Recuerdos de otros tiempos, en
los que no existían las máquinas para hacer más llevadero el arduo trabajo al
que se sometían muchos hombres y mujeres de nuestra querida España.
Llegando mediados de Julio se veían
aparecer por el pueblo lo que entonces llamábamos “cuadrillas” de segadores,
venidos de todos los rincones de la geografía, para buscar el ansiado trabajo,
y así poder mitigar en parte, las penurias que se atravesaban en esos tiempos.
Hasta aquí -aparentemente- todo parece
normal, pero estrujándome un poco mas mis meninges, se fue haciendo un hueco en
mi memoria de cómo trabajaban y vivían esas personas, así es como yo lo viví,
recuerdo y lo cuento.
A los niños que éramos entonces,
nos causaban no miedo, pero si respeto cuando llegaban las cuadrillas,
normalmente eran hombres, aunque alguna mujer también había, su indumentaria
los delataba, y no precisamente por lo pintoresco, sino todo lo contrario, el
atuendo típico solía ser, pantalón de pana, la mayoría con unos parches o
remiendos de otro color en la parte delantera de las perneras, camisola parda
suelta a la usanza, un pañuelo anudado al cuello del que llamaban de “hierbas”
y un gran sombrero de paja, rematado todo con unas abarcas o sandalias de tiras
de cuero en los pies y una faja anudada alrededor de la cintura, de la cual,
por regla general, solían llevar entre ella la hoz, ya que era su principal
herramienta con la que debían trabajar, y a la espalda un hato con las pocas
pertenencias que tenían, y que trasportaban de un lugar a otro, normalmente lo hacían
caminando, o si el caso se daba y tenían algo de suerte, algún campesino que se
trasladaba de pueblo se prestaba a llevarlos hasta donde pudiese, e iban sentados
detrás de la humilde galera con los pies colgando como muñecos inertes.
Los que más recursos tenían, si
es que se podía decir a eso recursos, pernoctaban en la posada de Maximino,
pero la mayoría, habrían de descansar sus maltrechos huesos en un inmundo lugar
que, previamente les había asignado el contratador para las faenas de la siega
de sus campos.
Aunque siempre alguien se hacia
eco de habladurías, contando que los segadores tenían mala fama por
pendencieros, nunca se habló mal de los que por allí pasaron.
Trabajando de sol a sol, así es
como lo hacían, con las espaldas encorvadas y la hoz en su mano, solo miraban
al frente de cuando en cuando par ver si les cundía la faena que tenían, que
por mucho que quisieran, poco les alegraría, ya que después de esos campos,
otros los esperarían.
Detrás iban las mujeres haciendo
haces de las espigas esparcidas, mientras otros las pinchaban con horcas de
tridente, y con gran esfuerzo, a los carros las subían, que poco a poco iban
llenando para después llevarlas a las eras y comenzar la trilla.
Y allí en la era, unos las esparcían,
otros las removían, y terminada la trilla, otros las ablentaban para separar el
candeal de la paja, y así pasaban los días.
Con que gusto nos comíamos ese
pan tan blanco y a que poco nos sabia, muchas veces sin saber, que sudores por
el corrían, de esos segadores a los que pocos aludían.
Gracias a esa bendita gente este
que suscribe, -y tantos que no diría-, hemos podido crecer en paz y buena
armonía.
Que no se les deje en el olvido,
que no pasen los días, en que no nos acordemos de que una vez, gracias a los
segadores, podemos seguir contado el día a día.
En recuerdo a los Segadores,
olvidados por tanta desidia.
José Marín de la Rubia