Hay un oficio llamado Alfarero,
tan antiguo como podamos imaginar, y que a día de hoy solo quedan unos cuantos,
más por vocación, que por ganarse la vida con ese ilustre y bello trabajo.
Artistas del barro, que solo con
sus manos componían, desde los más elementales utensilios del hogar, hasta la más
sofisticada obra que les pidiesen, su caudal de imaginación no tenia límites.
Los tiempos modernos se los
tragaron al igual que otros muchos oficios, siempre he considerado que no hay
que ir en contra del progreso, algo intrínsecamente ligado al ser humano, pero
no sé si por nostalgia, o por esos años que quedaron atrás, y que ya no
volverán, los echo de menos.
No había pueblo que se preciase
que no tuviese sus Alfareros, y el mío no era una excepción, los había, pero yo
tenía uno especial, mi tío Roque. Como no recordar los momentos tan felices que
pasé junto con su hijo, mi primo Jesús viéndole en su trabajo.
Las tardes que podíamos ir a la Alfarería
donde trabajaba son recuerdos imborrables, ¿hay algo que haga mas feliz a un
niño que dejarlo retozar sobre el barro libremente?, a pesar de los mas que
seguros pescozones que teníamos asegurados de nuestras madres, no nos importaba,
mi tío, con su sonrisa y los ojos, nos
alentaba a seguir jugando, era un hombre parco de palabras, pero ahora me doy
cuenta que sabia perfectamente lo que nos hacia felices, y nos dejaba jugar
tranquilamente, entre lo que en el pueblo denominábamos “Greda” a la Arcilla.
Aquel fantástico hombre, al que
nadie parecía darle mucho merito, sentado en su puesto de trabajo se
transformaba, era capaz de modelar con sus manos cualquier trozo de arcilla en
bellos recipientes.
Me quedaba embelesado viendo como
por arte de magia de una porción de barro surgían, bien una taza, una hucha o
cualquier objeto que se propusiese, y al mismo tiempo me llamaba enormemente la
atención que, mientras estas composiciones hacia, no dejaba de darle a la rueda
del torno con los pies sin perder la concentración.
Como queda dicho anteriormente,
el progreso hizo que apareciesen los utensilios de porcelana, y la “Loza” se
vino abajo como un castillo de naipes, y el viento de la desesperación hizo su
aparición en tantas casas dedicadas a estos oficios.
No quedaba mas remedio que
emigrar, y así lo hizo mi tío con su mujer e hijo, se trasladaron a Madrid. Allí
trabajó en todo lo que pudo durante años, y cuando la desgracia asomó una vez
mas a su puerta por el fallecimiento de su mujer en un fatal accidente, aguanto
poco en un Madrid que para el –aunque no lo dijese- le venia grande y se sentía
solo y desamparado, ante tal coyuntura, decidió volver a su pueblo natal, Santa
Cruz de Mudela, y en la casa que tenían allí, vivió sus últimos días.
Tardes festivas las que pasamos
en nuestra niñez, y que ahora, con el tiempo, sabemos valorar en toda su
dimensión.
Vayan estas palabras como
homenaje a un Alfarero, que para mi suerte, era mi tío Roque.