Estaba pensando hoy en las cosas tan diferentes que a lo largo de nuestra vida hacemos, y me ha venido a la memoria los múltiples trabajos que tuve que realizar desde mi mas tierna juventud. A saber, y si la memoria no me falla, comencé mi andadura allá por 1959, no es difícil imaginar que era bien precoz para estos menesteres, pero acuciaban los ingresos en el hogar y no había mas remedio que arrimar el hombro en la medida que podía cada miembro de la familia dadas las circunstancias tan precarias que en esos tiempos se atravesaban. Poco pude estudiar, si a estudiar se le puede llamar hacer lo que en esos tiempos denominábamos estudios primarios.
No obstante, la vida me llevó a, quizá la mejor universidad que existe, el trato con las personas y sus quehaceres diarios. De todos los trabajos que realicé se cuentan: Repartidor con carrillo, Botones de casino, Carpintero, Camarero, Empleado de grandes almacenes y Comercial de ventas.
Cada uno de esos trabajos me dejó una huella imborrable, pero si alguno he de destacar, me quedo con el de Carpintero, se preguntará el lector, ¿por qué ese y no otro?, no es que me arrepienta de todos los demás que hice, pero dadas las especiales circunstancias que lo rodearon, a eso me quiero referir, a las personas que tuve el honor y el placer de trabajar y convivir con ellos unos años, y que jamás olvidaré, para ellos -que sé que estarán en el cielo- va dedicado mi humilde homenaje.
LA CARPINTERÍA DE GARRANDÉS
La Carpintería de Garrandés, o como se conocía en el pueblo, “los Garrandeses”, estaba regida por el Sr. Garrandés padre y sus dos hijos, Vicente y Jeromín. Cada cual con sus peculiaridades, pero modélicos en el trabajo y en el trato humano.
Estaba ubicada en la calle Solares, casi rallando con el “Royo”, cauce medio seco a lo largo de todo el año, aprendiz de riachuelo y hervidero de ratas, que nunca conoció mejores días que alguna riada en las que por su escaso cauce lució unas aguas inmundas. Daban a la citada calle tres puertas pintadas de un rojo tardío, las de las esquinas estaban selladas y la central era la que normalmente usábamos para entrar y salir personas o mercancías.
Si de reconstruir mentalmente como estaba el entramado de máquinas, no tengo la menor duda, pero seria muy exhaustivo para el lector, y probablemente el tedio asomaría a sus ojos antes de terminar mi pequeño relato, eso si, no pasaré por alto el lujo que suponía estar trabajando y contemplar un hermoso y gran patio, con un pozo, cuajado de ciruelos, membrillos y plantas de flores variadas, que con mimo y esmero la Sra. de Garrandes se afanaba por tener bien cuidado, y a fe que lo conseguía.
Aún tengo impregnado en mi nariz los olores tan variados, en primavera se mezclaba el aroma de las flores con el de madera recién cortada, y en los crudos inviernos, cuando nos tocaba llenar la estufa de serrín, para paliar el frío que se nos colaba por las rendijas de nuestros escasos pantalones de pana, para así dar esquinazo a los crudos inviernos.
Como trabajo artesanal que se preciase, a las diez de la mañana las máquinas se paralizaban, y cada cual echaba mano a su correspondiente almuerzo, no podíamos por menos que claudicar ante una buena plancha, que previamente se disponía encima de la estufa para tal fin, con unas buenas sardinas o en su caso, unas “chullas” de panceta que hacían las delicias del paladar mas exigente, que a la vez que daban las energías suficientes para seguir realizando la labor, hacían olvidar que fuera del recinto hacia un frío que “pelaba”.
Bueno, después de hacer este breve y somero entrante de lo que la carpintería en si era, paso a describir, -y siempre bajo mi punto de vista- a las personas, que a la postre son los que -entre otros- mas influyeron en mi devenir con los años.
Como es de esperar, en primer lugar estaba Don Jerónimo, ya que para mi, aún sin lucir el consabido diploma encuadrado en que atestiguase tal merecimiento, era un señor de los pies a la cabeza, y no ya porque luciese siempre un sombreo de ala, uno para el trabajo, y otro que usaba de fieltro gris para ir al casino por las noches, con su terna impecable de traje, chaleco, zapatos lustrosos y abrigo, sino por su porte y caballerosidad y la sencillez con la que hacia y decía las cosas, siempre atento a rectificar alguna acción que no estaba bien echa, con la cualidad de quien se sabe responsable y al mismo tiempo mentor de los que allí participábamos en el cotidiano trabajo.
Suyo es el honor de que aprendiese a mantener la boca cerrada antes que decir sandeces, la puntualidad y el respeto a las personas y a sus trabajos.
Después estaba Jeromín, con su gorra de corta visera siempre calada, que a pesar de tener una tara en una pierna, mas concretamente la rotula le impedía doblar la pierna y siempre la tenia estirada, no solo hacia burla de su cojera, si no que trabajar con el codo con codo me enseñó a reírme hasta de mi propia sombra, trabajador como nadie y respetuoso hacia su padre hasta límites insospechados en estos días, de echo, nunca fumaba delante de su padre, no por miedo a que lo reprimiese, si no porque entendía que le debía un respeto como persona al mando de esa nave que tan bien manejaba. Suyo también es el merito de que me aficionase a dar caza a los incautos pajaritos que tenían la osadía de posarse cerca de donde estábamos trabajando, para tal fin siempre teníamos al lado la “escopetilla” de balines cargada y a punto, hice mis primeras practicas allí, y mas de un ratoncillo, que se intentaba esconder entre los tablones, desde su cielo se acordará de mi, ya que por mi causa estará tocando la lira desde hace años. En cuanto al trabajo que realizábamos los dos, como no recordarlo, al margen de la sierra, la devastadora y las herramientas que me enseñó a manejar con paciencia infinita, había en una de la naves laterales una fresadora de madera inventada por el, sentados uno frente al otro y en medio el artilugio con una plataforma en la que íbamos “redondeando” las piezas de madera para los mangos de los cuchillos que se hacían para la fabrica de “Las Sartenes” y haciendo apuestas para ver quien de los dos hacia mas piezas en el tiempo que estipulábamos.
Por último estaba Vicente, que, aunque el trabajaba en la mencionada fabrica de las Sartenes, venia por las tardes a seguir trabajando en el negocio familiar. Vicente para mi era algo especial, tenia un don que pocas personas que he conocido a lo largo de mi vida lo han tenido. Me enseñó a que las cosas hechas con prisas nunca son buenas consejeras, hablaba con calma, pausado, y si en algo yo fallaba, (más de lo que yo quería) no le daba importancia, me decía que volviese a repetirlo tranquilamente, jamás lo vi alterado por ninguna causa, amaba su trabajo y a su familia, tengo grabada su imagen, sobre todo cuando hacíamos los cajones de madera donde se embalaban los famosos cuchillos Krone, era ambidextro, y yo me quedaba anonadado de ver que, cuando se cansaba de amartillar con una mano, se cambiaba a la otra y seguía impertérrito metiendo los clavos del 10 de un solo golpe. Tenia una predilección por mi hasta tal punto que su empeño era en prepararme concienzudamente para entrar a trabajar en la fabrica en la que era el Oficial de la carpintería.
No quisiera terminar este somero relato sin acordarme de sus mas inmediatos familiares, y aunque con todos nos unía algo mas que un trabajo, las hijas de Vicente, y su dulce esposa, hacían que cuando aparecían por la carpintería cobrase todo una luz distinta y se escuchasen risas propias de jovencitas alegres. O de las celebradas noches en que todos nos quedábamos para hacer, después de la recogida del Membrillo la famosa carne de la fruta mencionada, era noche especial, de familia, que a pesar de no ser yo miembro de derecho, me sentía igualmente aceptado.
Y como en todas las familias o grupos de personas, siempre hay a quien mas afín eres, para mi particularmente, siempre he tenido un trato especial con las hijas de Vicente, que heredaron las cualidades de sus progenitores, honradez, sencillez, honestidad, trabajadoras y por encima de todo, respetuosas con las personas, a ellas también va dirigido éste pequeño homenaje.
Serpentinas de madera marcaron mi juventud
aprendiz de carpintero, aprendiz de persona
se tallaron en la madera de mi memoria
virutas de tiempo, poso adormecido
Sierras, cepillos y garlopas en mis manos
serrín que yace en los suelos olvidados
tablones, listones, escoplos y martillos oxidados
esperando como un Lázaro, que sigan andando.
José Marín de la Rubia