Se acerca la Navidad, y con los
años que ya tengo, no es que haya perdido la ilusión por estas fiestas, solo
que hay cosas que, por mucho que nos empeñemos, jamás serán igual.
Unas veces porque se han visto
tantas cosas, que ya cuesta creer, otras, porque muchos de nuestros seres
queridos ya no están entre nosotros, y que la Navidad se ha convertido (una
más) en una fiesta del consumismo desaforado de esta sociedad que no sabe hacia
dónde camina, pero lo que nunca admitiré y aborrezco, es que en estas fiestas
hay que ser feliz por decreto.
No obstante, -y a sabiendas que
me tildaran de nostálgico-, me gustaría relatar en breves y concisas palabras,
(en esta ocasión letras) las Navidades de mi juventud.
En esos tiempos era costumbre en
las familias cantar villancicos
alrededor de una lumbre, acompañados por la clásica zambomba, echa de piel de
conejo curtida tensada y atada sobre una
maceta invertida, la pandereta, una cacerola atacada por una cuchara y una
botella de anís estriada rasgada por el cuchillo de la cena, era todo el
arsenal de artilugios que necesitábamos para amenizar tan dichosa noche, pero eso
amigos, pasó a la historia.
Noche que por otra parte
esperábamos ansiosos, ya que era uno de esos días señalados en el almanaque
para deleitarnos con una cena que no era al uso, y, aunque no se tratasen de
los grandes manjares que ahora decoran las mesas, a nosotros nos sabían a gloria
bendita, degustar un pollo de corral en pepitoria, que con tanto esmero y
cariño nuestras familias habían ido reservando para tan ilustre noche, no era
plato habitual en esos años, aunque
ahora nos parezca vulgar e irrisorio.
Y rayando la medianoche, toda la
familia nos acercábamos a la Iglesia para escuchar la misa del “gallo”, llamada
así por tan intempestiva hora, pero que según la Iglesia había que celebrar, ya
que a partir de las doce de la noche se entraba en el día de Navidad, en que
según los “eruditos” nació Jesús, y con gran algarabía de todos, hacíamos sonar
todo tipo de instrumentos al tañer las campanas a las doce de la noche.
Después de la consabida
celebración, era costumbre en nuestro pueblo, sobre todo los jóvenes, ir a la
celebración de la “Zonga”, que para quien no sea de la zona, le sonará a baile
exótico, pero que no era otra cosa que reunirse las pandillas de amigos
jovenzuelos en algún lugar previamente destinado para dar rienda suelta a todo
tipo de exaltaciones, y que por regla general, solían terminar, si no con un
coma etílico, si con una desmedida alegría por parte de todos los componentes
de la panda que nos reuníamos, eso sí, después de haber liquidado buena parte
de las provisiones que de nuestra precaria cartera nos habían permitido reunir,
entonces, y por consenso general, se disponía hacer una incursión por todo el
pueblo para hacer alguna visita a las demás “pandillas” en sus cuarteles de
fiesta.
Ataviados con nuestras mejores
galas, camisas rotas, pantalones impresentables y algún que otro zapato perdido
en cualquier rincón de un vertedero imaginario, y con los restos de nuestras precarias
botellas, -en este caso medio vacías-, dábamos la murga con nuestros mejores ornamentos sonoros para
solicitar el preciado trago que a nosotros nos faltaba.
Y al igual que nosotros
anteriormente lo hicimos con los que se acercaron a la lúgubre covacha en que
nos encontrábamos, y les dimos todo lo necesario para proseguir la fiesta, así
nos correspondían a todos a los que osábamos de esa guisa atrevernos a
“mendigar” un poco de los preciados licores que pudiesen surtirnos para seguir
la juerga, y que mejor modo sino cantando unos villancicos, que a buen seguro
no los habría igualado ni el mismísimo orfeón de la iglesia, (por los gallos que soltábamos).
Lo curioso y a la vez increíble
era que, al filo de despuntar el alba, todos y en gran armonía, íbamos cantando
por las calles del pueblo. Para rematar la noche era de obligado cumplimiento
tomar el chocolate, al que algunos se empeñaban en decir –y hacer- que con
picante o ajos fritos sabía mucho mejor, y entre traspiés y deseándonos una
feliz Navidad, terminábamos abandonando la calle según pasábamos por nuestras
correspondientes casas.
Obvio es decir que nuestros
queridos padres estaban esperándonos, y que, aunque la reprimenda fuese de
órdago por la forma tan calamitosa en la que acudíamos, no podían disimular la
sonrisa pensando en que ellos también en sus años jóvenes habían echo igual que
nosotros en esas fechas, y ya tenían preparada la cama, para que durmiésemos
los etílicos sueños de esa gran nochebuena en los mismísimos brazos de Morfeo.
Como se puede apreciar, poco ha
cambiado en cuanto a celebraciones, pero si hay un pequeño gran detalle que no
ha de pasarse por alto.
Y es que al final, todos éramos
iguales, tanto al comenzar la fiesta como al terminarla, y así seguía durante
todo el año, nunca hubo ni vencedores ni vencidos, todos habíamos disfrutado de
una Nochebuena en Paz y armonía.
Y como mandaba la tradición de
esos años, allí estábamos todos el día de Navidad en misa de doce, con unas
ojeras que ni un oso Panda las podía igualar, para besar los pies del pequeño
recién nacido Jesús.
La mayoría de nosotros no comulgábamos
con esas creencias que se nos imponían, pero digno es de mencionar que, al
margen de toda esa parafernalia que a nosotros nos parecía superflua, nos unía
algo más que la celebración en sí de la Pascua, era ni más ni menos que, y a
pesar de todo, nos sentíamos unidos en un mismo propósito, ser amigos y pasarlo
bien sin menospreciar a nadie.
Pasarlo bien con la familia y con
los amigos era nuestra meta, y dar gracias porque un año más pudiésemos
celebrar otra Navidad con todos nuestros seres queridos.
Algo que con el paso de los
tiempos es imposible de repetir, ya que por el camino se nos han ido tantos
seres queridos, que aunque sigamos celebrando la Navidad, como decía al
principio, nunca serán iguales.
Me gustaría que, ya que nosotros,
los que peinamos canas unos, y a otros, a los que el pelo les brilla por su
ausencia, la juventud de ahora, -que justo es decirlo, tienen el derecho y la
obligación de divertirse-, acabasen como nosotros lo hacíamos, no solo
abrazados a una botella, sino todos juntos y deseándose la paz que cada día
necesita más esta sociedad.
A TODOS, FELIZ NAVIDAD