Últimamente
estoy algo ajustado de tiempo, y aunque aparente una disculpa por mi parte ,
yo, el que daba las buenas noches al Lucero del Alba cuando se parapetaba
detrás de las montañas tras las primeras luces que anunciaban el nuevo día,
estoy tan irremediablemente cansado, que hasta la señora de la casa se extraña
y confunde de si no estaré enfermo, o que va haciendo mella en mi pequeño ser
la edad, -esa que dicen que no perdona- por acostarme a hora tan inusual para
mí como son rayando las doce de la noche, que si bien dicen es hora de brujas,
a mí me cuesta creerlo.
Y a
propósito de brujas, hoy quería rememorar una vieja historia que tiempo atrás
me pasó. Fue -como no- en tierras Gallegas. Andaba yo por esos tiempos como
perro al que hubiesen quitado las pulgas, me refiero a que había quedado
soltero y sin compromiso, que al igual que el famoso refrán, el buey suelto,
bien se lame, así me daba la sensación de estar yo, libre como pájaro y
buscando nuevas sensaciones que aflorasen en mí. Un buen día, sin encomendarme
ni a Dios ni al diablo, hice la maleta y puse rumbo a esa tierra Galaica que
desde niño me habían subyugado con sus historias, y sin embargo aún no la
conocía. Como a continuación relataré, no me defraudó el viaje.
Persona
como yo, nacido y criado en tierras de secano, donde el verde solo se ve en
primavera y el agua es -nunca mejor dicho- un bien escaso, la primera impresión
que tuve de esa maravillosa tierra fue extraordinaria. Como si en Rana me
hubiese convertido, solo hacia saltar de río en río, y allá por dondequiera que
mirase, me maravillaba el verde de sus frondosos bosques.
Cegado
por el encanto, me fui adentrando en un bosque sin más compañía que una cámara
de fotos y la ilusión por descubrir cada vez más bellos paisajes, tal era mi
entusiasmo que perdí la noción del tiempo, y como cosa habitual que es, vi que
se hacía de noche sin reparar en que estaba tan adentrado en no se sabe qué
punto del bosque, que cuando quise volver sobre mis pasos, noté alarmado que estaba
dando vueltas sin saber a dónde me dirigía.
Lo que
hacía unas horas me parecía maravilloso, fue tornándose en sombras
amenazadoras, la mayoría creadas por mi imaginación, eso tuve que llegar a
reconocer, y armándome de un valor inexistente, dándome ánimos a mí mismo me
dije, pero bueno, un sitio tan maravilloso te va a hacer caer en la tentación
de creer que pueda pasar algo porque la negra capa de la noche caiga sobre mí,
fui apartando de mi cabeza las dudas que habían surgido, -y ya con más lucidez-
comencé a rememorar hacia donde me habían llevado mis pasos, y apareció ante mí
la imagen clara y diáfana de una pequeña laguna que había dejado pocos metros
atrás, en la que me había entretenido en hacer unas fotos a una cabaña que al
borde se encontraba, y que por su aspecto, parecía que solo sirviese para
cobijar ganado, o bien a algún loco aventurero como yo que se quedase
extraviado en la noche y sirviese de refugio hasta llegar el nuevo día.
Guiándome más por instinto que por saber, fui encaminándome al lugar, y
efectivamente, después de un corto espacio de tiempo había llegado a la laguna,
que ahora, a la luz de la incipiente Luna que asomaba por un claro del bosque,
la iluminaba como bandeja de plata en mitad del albero del bosque.
Regocijándome
en mi buena suerte, me senté un momento en la orilla, encendí un cigarrillo
para terminar de calmar mis nervios que aún no se habían evaporado del todo. Al
otro lado se distinguía perfectamente la silueta de la cabaña, solo debía
bordear la laguna y guarecerme hasta que llegase el nuevo día, arrojé con
decisión el resto de cigarrillo al agua y me puse en pie para cubrir el trecho
que me quedaba, ahora caminando tranquilamente, aspirando el perfume de las
hojas, dejando que mis sentidos asumiesen la belleza que me rodeaba. Así llegué
hasta la cabaña, envuelto en una quietud del alma como nunca antes había
sentido, al acercarme a la entrada me di cuenta que, como no había previsto
hacer noche en ningún lugar, no disponía de linterna, solo el pequeño
encendedor -que como empedernido fumador que soy-, siempre me acompaña,
traspasé el quicio de la puerta y con la escasa luz que me proporcionaba
alumbré para cerciorarme de que medios disponía en tan singular sitio para
pasar la noche.
Pude
vislumbrar a duras penas, una tosca chimenea de piedra, la que seguramente no
se había encendido en mucho tiempo, ya que no había ni rastro de leña ni
cenizas, y un banco de madera sin pulimentar. Lejos de acobardarme, creí que
era todo lo que necesitaba para guarecerme y esperar el nuevo día, me quite las
botas y me acomodé en el banco a descansar un rato antes de tomar la decisión
de recostarme, en esos momentos reparé que la Luna había seguido su curso por
el estrellado firmamento y por un ventanuco practicado en la pared se colaba su
plateada luz. Decidí que merecería la pena sentarme afuera un momento y
disfrutar de la noche, me levanté y salí de la cabaña, al lado de la puerta
había un tronco de un vetusto árbol, me senté y recosté mi espalda.
El aire
era embriagador, solo se escuchaban las ranas de la laguna y algún que otro
grillo que comenzaba su amorosa andadura nocturna, cerré los ojos y me dejé
llevar por esa inusitada calma que me rodeaba, en estas cavilaciones estaba
cuando escuché que algo en la laguna se removía con más fuerza a la que me
estaba acostumbrando, abrí los ojos de nuevo para ver que era el revuelo que
perturbaba el silencio de la noche. En el centro de la laguna divise unas
ondas, era como si alguien hubiese arrojado una piedra y estaba haciendo
círculos a su alrededor, me quedé un tanto extrañado, y por qué no decirlo,
también asustado, pues hasta ese momento creía que en todo el bosque que me
rodeaba estaba completamente solo, y la idea de que un extraño ser estuviese
merodeando por allí, no era precisamente lo que en esos momentos deseaba, agucé
el oído, pero nada hacía indicar que, además de mí, nadie estuviese por esos
contornos.
Deseché
rápidamente la idea, y una vez que con la vista había hecho un barrido del
contorno, me centré de nuevo en la laguna. Ahora la Luna brillaba en todo su
esplendor, era como si un foco hubiese fijado su mirada en el líquido elemento,
ni el cerco que la rodeaba estaba en oscuridad, lucia como si de un gran espejo
se tratase, en estas cavilaciones me encontraba cuando vi como del centro de la
laguna algo emergía, lentamente, pero emergía, puse toda mi vista y mis
sentidos en tan inusual percance, aunque pronto pensé, que diantres,
seguramente verás aparecer una gran trucha dispuesta a satisfacer su apetito
nocturno a base de mosquitos.
Lo que a
continuación sucedió, no sé si podré describirlo, ya que mis ojos ante tal
aparición, parecía que se me saldrían de las órbitas., no podía dar crédito a
lo que estaba contemplando, fue algo mágico, ni en mis mejores sueños podría
haber concebido algo así.
Como
expresarlo, no era nada que se pareciese a lo que hasta entonces había visto a
lo largo de mi vida, era algo surrealista. Allí apareció en medio de la laguna
un ser que no podría clasificar como bello, era algo más que se escapaba a mi
percepción.
Emergió
muy despacio, como de una película a cámara lenta se tratase, el aspecto era de
una belleza sobrenatural, una mujer muy joven y bella, con el pelo largo y
rubio como el oro, los ojos es lo que más admiración me causó, pues no sabría definir
su color, eran cambiantes según avanzaba y tan profundos como un abismo, se diría que al mirarme podía leer mis más íntimos pensamientos, se acercó
deslizándose suavemente por el agua, y al llegar a la orilla donde me
encontraba dibujó en sus labios una sonrisa, y con una voz dulce y melodiosa,
más que hablarme me susurró, -no tengas miedo, solo estoy aquí para protegerte,
vengo para velar tus sueños y que nada te ocurra, ya sé que todo esto te parece
irreal, pero es tan cierto como la laguna y el bosque que te rodea, y aunque no
los veas ni los escuches, espíritus malignos están ahí en las sombras
aguardando que cierres los ojos para apoderarse de ti y de tu alma-
Aunque
hubiese querido hablar no hubiese podido, estaba totalmente hipnotizado, no podía
apartar mi vista de sus grandes y profundos ojos, se acercó hasta mí, se sentó
a mi lado y comenzó a acariciarme el cabello mientras entonaba una cadenciosa
melodía, poco a poco noté como iba perdiendo la noción de las cosas, los
parpados me pesaban como si plomo tuviese en ellos, y como si caminase en una
nube de algodón fui cayendo en un profundo y dulce sopor.
Me
despertaron los trinos de los pájaros, miré a mi alrededor, estaba amaneciendo,
el alba se imponía a la negra oscuridad de la noche, sacudí la cabeza y me
levanté lentamente, aún no sabía a ciencia cierta que estaba haciendo allí, me
acerque a la laguna, me agaché y con mis manos cogí agua llevándomela hasta la
cara, me desperece inmediatamente al contacto con la clara y cristalina agua, y
poco a poco fueron viniendo a mi mente los recuerdos nocturnos, por un momento
todo me parecía claro, pero mi mente se negaba a aceptar algo tan inusual y a
la vez tan fantástico, que pronto se adueñó de mí la sensación de que un
extraño sueño me había acontecido, probablemente a causa del cansancio
acumulado durante la jornada agotadora del día anterior, y mi imaginación
-desbordante como tantas veces- me había jugado una mala pasada.
Repuesto
a duras penas, traté de nuevo en orientarme, y a la inversa del día anterior,
vi claro y diáfano el sendero que habría de llevarme de nuevo al camino por el
que había iniciado esta peculiar andadura por el bosque.
Después
de un buen trecho caminando, avisté la aldea en donde me había hospedado. Antes
de dirigirme a mis aposentos decidí acercarme hasta la taberna del lugar para
saciar el apetito que se acumulaba en mi estómago -poco acostumbrado a estos
menesteres- rugía por no darle lo que la naturaleza propia del ser humano se
impone cada cierto tiempo.
Más que
comer, devoré las viandas que en mi mesa depositaron, regadas con un buen caldo
de la tierra. Una vez saciado el apetito y a punto de levantarme entró un señor
mayor, de una edad indefinida, la cara tostada por el aire y el sol, se acercó
a la barra del bar y pidió un café, note enseguida como no me apartaba la vista
de encima, un poco confuso por tan inusitado interés por mi persona, pedí la
cuenta al tabernero. Al poco vino este con la citada cuenta y me dijo, el señor
de la barra tiene a bien invitarle a un orujo si usted se lo permite, obvio es
decir que en esas tierras es costumbre ancestral tomarse ese licor después de
una buena comida, y ya que no dejaba de ser un extraño, y no querer hacer un
desaire, admití la invitación.
La
sorpresa surgió segundos después, ya que el citado señor, se acercó hasta la
mesa, con una botella y dos vasos, y con toda la cortesía del mundo me indicó
si le ofrecía sentarse a mi lado, hubiese sido un desplante por mi parte, y con
la mano le indiqué que podía hacerlo.
Se sentó
a mi lado y escanció en sendos vasos una generosa porción del citado licor,
alzó su vaso y brindó por la salud y la amistad, le reconocí el brindis y acto
seguido bebimos de un solo trago el licor.
Después
de una interminable pausa, me miró directamente a los ojos y me espetó, -usted
ha estado esta noche en la laguna del bosque ¿verdad?-, me quedé atónito ante
tal afirmación, ya que desde que regresé del bosque, no había referido a nadie
mi singular aventura, pero antes de que yo pudiese decir nada, prosiguió el lugareño,
mire -me dijo-, en estas tierras hay mucho de fábula en las historias que se
cuentan, y no seré yo quien diga que no es cierto, pero hay cosas que pasan -y
pasarán inadvertidas- por muchos años que lleven aquí a personas del lugar.
Usted, -por alguna razón que desconozco-, ha sido elegido, y eso lo convierte
en un ser para mi especial, sus ojos le delatan, un simple espectador no caería
en la cuenta, pero para para mí, que llevo tantos años en este lugar y conozco
todas y cada una de las cosas que inusualmente acontecen, sé muy bien que algo
le ha sucedido allá en el bosque, que -por si no sabe su nombre-, aquí le
llaman el bosque de la laguna encantada. No se apure ni diga nada, no pretendo
ser indiscreto, solo quería que lo supiese, no pasará inadvertido ante personas
que al igual que yo, sabemos leer e interpretar lo que muchos solo verían -si
quisiera contarlo- una fábula sacada de un cuento, pero los dos sabemos lo que
ocurrió, y mejor que lo deje en el interior de su alma y sepa apreciarlo con el
paso del tiempo.
Usted
volverá muchas veces a Galicia, y cuando no esté aquí, la añorará, es el peaje
que debe pagar, y también sé que lo hará.
Se
levantó el lugareño, me dio su mano a estrechar y como despedida me dijo, si
vuelve por aquí pregunte por Feijido, si no le dan respuesta de mí, acuda al
camposanto, al final del camino de cipreses girando a la derecha
encontrará una una sencilla lápida con una escueta dedicatoria, vendría
muy bien una oración de su parte para el ser atormentado que allí reposa.
Caminó
hasta la puerta y antes de traspasar el umbral se volvió y me dijo. Recuerde,
al final del camino de cipreses a la derecha.
Días
después, y antes de marcharme, acudí de nuevo a la taberna donde me había
encontrado con tal peculiar lugareño. Le pregunté al posadero quien era ese
hombre tan peculiar que días atrás me había invitado, por la cara que puso me
quedé intrigado. No sé quién era esa persona, -me dijo- era la primera vez que
lo veía, eso sí, no tenga en cuenta las palabras que escuché le dijo cuándo
habló con usted, aquí en estas tierras se habla mucho de Meigas, pero jamás
nadie ha visto nada.
De todas
formas, -insistí- el señor que me invitó me dio, no sé si un nombre o apellido,
que por mis escasos conocimientos de la zona me pareció que debía tratarse de
este lugar, ¿y cómo dijo que se llamaba? Feijido, -contesté-, el buen hombre
dibujó una sonrisa en su cara y apoyando los codos en la barra me dijo, le
invito a un orujo y escuche con atención lo que a continuación le voy a
relatar.
No sé si
podrá adivinar la edad que tengo, pero si se fija en mi pelo, luzco ya canas,
señal inequívoca de que no soy un adolescente, bien, dicho esto y para que se
haga una idea, ya cuando yo era niño, mi abuelo, (Dios lo tenga donde merezca)
me contaba una historia, que a su vez, su propio abuelo se la había trasmitido
a él, y que más o menos venía a decir lo siguiente:
Cuando
esta población, que aunque ahora le parezca un villorrio del tres al cuarto,
era solamente una aldea perdida en el bosque, contaban que hubo un tiempo en
que una familia, venida de no se sabe dónde, echó sus raíces en este lugar
perdido de Dios, apacentaban ganado y cuidaban sus campos, cierta noche la
mujer se puso de parto, y dado que estaban lejos de cualquier sitio con un
mínimo de asistencia sanitaria, no tuvieron más remedio que afrontar el parto
el matrimonio solo. A resultas de este acontecimiento nació una hermosa niña,
pero la felicidad no habría de ser completa, ya que la mujer después de varios
días de sufrimiento, falleció en brazos de su marido, cuentan que sus alaridos
de desesperación se escucharon por todos los valles de la comarca, pero al
mismo tiempo que enterraba a su amada mujer, juró por lo más sagrado que se
entregaría en cuerpo y alma al cuidado de su pequeña.
Regó con
su sudor la tierra que cultivaba, siempre pensando en un solo motivo, hacer que
su hija creciese sana y feliz, le dio todo el cariño que solo una persona que
ha sufrido tanto le podía dar, y a fe que lo consiguió, la niña creció y se
hizo una mujer de una belleza excepcional, fuera de lo común. Padre e hija
gustaban salir al bosque y dar largos paseos al atardecer para terminar en la
laguna, y en unos de esos paseos ocurrió algo imprevisto, estando sentados al
borde y hablando tranquilamente padre e hija, no notaron que estaban
rodeándoles una manada de lobos hambrientos. Cuando se quisieron dar cuenta los
tenían encima, el padre hizo lo que cualquier persona en esa situación hubiese
hecho, saco su cuchillo de monte y presentó batalla para afrontar a los ávidos
caninos que se abalanzan sin piedad sobre ellos, consiguió abatir a tres de
ellos gracias a su destreza con el cuchillo, pero el cuarto lobo, -quizá el
líder de la manada- se abalanzó por detrás, y cuando estaba a punto de
asestarle una dentellada mortal en la garganta, surgió por detrás la hija, y
abalanzándose sobre la fiera, la rodeo con sus manos y la arrastro hacia la
laguna, evitando así que su padre inevitablemente muriese de una forma
horrenda. Entre aullidos y chapoteo del agua el padre veía impotente como su
hija, por salvarla daba su vida, en un momento de tan terrible lucha la chica
emergió de la laguna, y teniendo aún agarrado a la fiera por el cuello gritó.
¡¡Padre sálvate!! Tú hiciste por mí lo que nadie hubiese hecho, nunca te
olvidaré, y juro por lo más sagrado que jamás dejaré que si alguien se acerca a
esta laguna le ocurra nada.
Después
de decir esto, la chica y la fiera se hundieron definitivamente en la laguna,
dejando un rastro de sangre a su alrededor. Ni que decir tiene que el padre
desolado no tuvo ni aliento para decir nada, solo le quedaron fuerzas para
derramar unas lágrimas e internamente decir una oración.
Cuenta la
leyenda que, después de este episodio, el padre dejó todas sus tierras y
construyó una cabaña al borde de la laguna, con la intención de ver aparecer
algún día a su amada hija surgir de nuevo de las aguas. Pasados muchos años, un
viajero anónimo que pasó casualmente por el lugar, entró en la cabaña y vio a
un esqueleto tumbado en un camastro, llamó a las autoridades del lugar para que
diesen fe de lo que había encontrado, al lado del cadáver solo encontraron una pequeña
misiva que rezaba así; mi nombre es Feijido, y no reposaré en paz hasta que mi
hija vuelva para hacer el bien que antes de desaparecer en la laguna dejó
dicho. Al no tener más datos que afirmasen quien era, las autoridades
decidieron que sus restos fueron enterrados en el camposanto, y en una sencilla
lápida solo pusieron su nombre y la fecha en que lo encontraron, desde
entonces, dicen que la laguna está encantada, aunque jamás nadie ha visto ni
oído nada en el citado lugar.
Ya ve,
-concluyó el tabernero- si por historias y fabulas queda corto, vuelva por
estos contornos algún día, a buen seguro que, si no es la misma, alguna
parecida le contarán. Somos una región que se ha alimentado de estas
costumbres, y no seré yo quien las ignore, pues siempre hace que personas como
usted, vuelvan a menudo a visitarnos, atraídos no solo por la belleza del
paisaje, también por las historias de mentes calenturientas, que al amparo de
la lumbre en noches de crudo invierno, se las ingeniaban para tener entretenido
al personal y de paso, meterles miedo.
Le di las
gracias por la charla, y salí del local bastante confuso, pues por mucho que me
había contado, seguía teniendo esa extraña sensación en la cabeza de que lo que
viví esa noche no fue fruto de un sueño.
Intentando
quitarle importancia, y para no me obsesionase, subí al coche y me dispuse a
partir de regreso, pensando en la cantidad de fotos que tendría que visionar,
en las charlas que tendría con mis amigos de lo interesante que es esta tierra,
y de su excepcional comida, puse rumbo al sur y enfilé la carretera de vuelta.
Cuando
estaba a punto de salir del pueblo para coger la autopista, vi un letrero que
indicaba, Cementerio, no pude resistir la tentación y desvié el coche hacia el
camposanto, tampoco iba a perder mucho tiempo, y quizá no me iría con la duda
corroyendo las entrañas de si fue un mal sueño o realidad.
Aparqué
el coche a la entrada, a esa horas nadie pululaba por los contornos, todo
estaba en silencio, -por otra parte, como corresponde a un camposanto-. Me
adentré por un camino de cipreses, y justo al llegar a la primera esquina del
camino, -tal y como me dijo el extraño hombre que me abordó en el bar del
pueblo-, giré a la derecha, era obvio que ese lugar no estaba tan cuidado como
lo que hasta ahora había visto, la maleza había hecho mella entre las lápidas
gastadas por los años y las inclemencias del tiempo, después de un trecho
caminado y apartando ortigas, mis incrédulos ojos pudieron contemplar una raída
lápida en la que constaba. Aquí yacen los restos de Feijido, encontrado en la
cabaña de la laguna en 1890. No sé si por devoción o por superstición, -quizá
ambas- musite una oración, que sin lugar a dudas me salió del alma, hice la
señal de la cruz y me dispuse a continuar mi camino. Antes de dejar el sendero
que me llevaría de vuelta a la puerta volví la cabeza hacia atrás para mirar
por última vez la lápida, cuál fue mi extrañeza al notar que entre las letras
que había leído anteriormente, ahora estaban cruzadas dos manos agarrándose y
mirando hacia el cielo, una era vieja y sarmentosa y la otra joven y de una
blancura nívea, debajo del aspa que ejercían las manos ahora se podía leer
claramente. Gracias.
Temblando
de emoción -y un tanto asustado-. abandoné el lugar. Su recuerdo aún me
persigue, pero con la tranquilidad de saber que algo, -por extraño que
parezca-, hice bien en esos momentos, y en las noches crudas de invierno,
cuando el viento sopla con intensidad y la lluvia deja surcos en los cristales,
musito para mis adentros, al fin estáis juntos y podéis descansar en paz.
Mitad
verdad, mitad fantasía, esta historia es la que me aconteció, dejo a la
libertad del lector a que saque sus propias conclusiones. Aunque como reza el
refrán. Yo no creo en Meigas, pero haberlas, ¡¡Ahílas!!