En una tarde gris, lluviosa y ventosa de primeros de
Marzo tuvo la ocurrencia mi primo Jesús de sacar a relucir los años en que
ambos fuimos monaguillos de la parroquia de nuestro pueblo, y me vinieron a la
mente tantos recuerdos de esos días en los que fuimos acólitos, que no tenia
mas remedio que ponerme a relatar alguna de las anécdotas que nos acaecieron,
lo he ido dejando, pero ahora en que las horas parecen alargarse mas allá de
los sesenta minutos establecidos, me he puesto a ello, y para quien le plazca y
lo tenga a bien, dejo estos retazos de mi paso como monaguillo.
Los dos éramos unos tiernos
infantes cuando nuestras familias decidieron que debíamos estar como ayudantes
en la parroquia, ya bien fuese por tradición, ( mis dos hermanos lo fueron anteriormente)
o porque quizá era algo que se les ocurrió, lo cierto es que ahí estábamos los
dos, con la sotana roja y el blanco roquete almidonado dispuestos a ejercer con
suma atención y diligencia lo que a bien ordenasen los sacerdotes que componían
el elenco de la parroquia del pueblo, a saber, Don Antonio, Don Fernando y Don
Jesús, y por supuesto Dionísio, el sacristán, que era el que se encargaba de
indicarnos lo que debíamos hacer.
Entre nuestras tareas
principales, la mayor era sin duda la de ayudar en misa, nos encargábamos de
que todo estuviese en su sitio y después recogerlo, de esta tarea, que no era
la que mas nos gustaba, siempre se podía sacar algún provecho.
Quien ronde la edad del que aquí
comenta, recordará que en esos años la misa se celebraba de espaldas a los
feligreses, y toda se decía en Latín, para responder al celebrante de misa nos proporcionaron
al principio de nuestra entrada un cartón con las plegarias y las respuestas en
Latín, a fin de que nos lo aprendiésemos de memoria, vaya si la aprendimos, a
fuerza de recitar todos los días la misma liturgia se nos quedó grabado.
Si he de ser sincero, lo que mas
nos atraía de toda la ceremonia, era el momento de la Eucaristía, cuando el
sacerdote de turno hacia la ofrenda, estábamos ojo avizor a ver que cantidad de
vino echaba en la copa, ya que los encargados de retirar lo que coloquialmente llamábamos
–vinagreras- éramos los monaguillos, y mas de una disputa hubo para ver quien
las retiraba, pues como se había de pasar por detrás del altar y este quedaba
tapado a la vista de todos, antes de llegar a la puerta de la sacristía, no sé
ahora que ingenio desarrollamos, pero sin perder el paso ni el tiempo, lográbamos
echar mano de la vinagrera que llevaba el vino sobrante y dando un largo y rápido
trago, desaparecía dentro de nuestro gaznate en un santiamén, nunca mejor dicha
la frase.
De esos momentos de celebración
de la misa me viene un interés por los gestos de las personas que no he dejado
de seguir teniéndolo en toda mi vida, a decir, cuando llegado el momento de la epístola
el sacerdote se ponía cara al público y después de leer el correspondiente
texto del Evangelio solía dar una pequeña charla o sermón, según quiera cada
cual interpretarlo, momento en el que los monaguillos debíamos sentarnos en los
escalones superiores de la escalera que van hasta el altar de cara al público.
Como mi intención no era la de
escuchar el consiguiente sermón, para entretenerme me dio por estudiar los
gestos de las personas, y de ellos sacar conclusiones, no voy a dar nombres,
pues seria de muy mal gusto, además de impropio, ya que muchas de esas personas
a las que mi pequeña sesera sometía a estudio ya fallecieron. Aprendí mucho más
de lo que me imaginaba, y después de tanto observar, llegué a conocer a muchas
personas por sus gestos.
Había una función –entre las
muchas que teníamos- que nos gustaba y disfrutábamos, tocar las campanas, en
aquellos tiempos no existían los mecanismos automáticos como ahora, y eran lo
monaguillos los encargados de avisar con el repique de campanas los distintos
actos que se iban a celebraban. Cualquiera de ellos nos gustaba, pero de todos,
uno que sobresalía, era tocar a misa de doce los domingos, como había que tañer
la campana “gorda” como coloquialmente le decíamos, y de ésta no llegaba la
cuerda hasta abajo, debíamos subir al siguiente piso donde colgaba la maroma,
el “juego” -por llamarlo de alguna manera-, consistía en que al ser muy pesada,
una vez que tirabas y dabas el primer tañido, obviamente por el peso de la
citada campana y el volteo, la cuerda subía hacia arriba, y ahí entraba la
diversión, nos agarrábamos con fuerza a los nudos que tenia la maroma y dejábamos
izar hacia arriba nuestros pequeños cuerpos, cuando volvíamos a pisar el suelo,
rebotábamos de nuevo, y así, como si de una feria se tratase, subíamos y
bajábamos con gran regocijo hasta que había que dejar de tocar, entonces al
llegar al suelo, soltábamos la cuerda, y por la inercia la campana aún daba un
par de vueltas mas, y nosotros bajábamos con una sonrisa de oreja a oreja y
echando a suertes a quien le “tocaría” el siguiente turno.
De esa época de monaguillo
también me salio la vena de explorador, ya que en cuanto podíamos y no teníamos
otra función que hacer, lo dedicábamos a explorar los mil y un recovecos que la
Iglesia tiene. Muchas leyendas han circulado acerca de pasadizos secretos, y
para ser sincero, haberlos los hay, aunque no voy a descubrirlos, en parte
porque de esto hace tantos años que algo en la memoria se borra y no está uno
muy seguro, y por otra parte, porque así queda la incertidumbre para que otras
generaciones sigan elucubrando e investigando.
Otra función que siempre
esperábamos ansiosos eran las procesiones, como estas son limitadas a lo largo del año, siempre había
alguna novedad, y nos encantaba asumir nuestro papel de ir por delante de
todos, así como la libertad que teníamos para pasar el “cirial” a otro
compañero y pasear entre las filas de las señoras alumbrando con sus velas el
paso, y con la picardía de esos cortos años, y a sabiendas de antemano que
nadie iba a descomponer la fila para salir detrás nuestro, soplábamos las velas
con el consiguiente cabreo para quien la portaba, a nuestro regreso y con gran
regocijo, hacíamos recuento para ver quien había apagado mas velas.
He de decir en honor a la verdad,
que no todo fue alegre y divertido, también hubo sus
días monótonos y tristes, sobre
todo cuando debías de acompañar al sacerdote de turno a dar los “Santos Óleos”
es decir, la extremaunción a algún moribundo, no era plato de buen gusto entrar
en una casa, y cuando la familia nos veía, sabia que, cuando entrábamos
nosotros, una vida saldría por la puerta para no regresar jamás, pues de todos
es sabido que en esas circunstancias a los sacerdotes, por esos tiempos que
vestían una impecable sotana negra, se les llamaba pájaros de mal agüero, pues
como anteriormente queda dicho, quizá fuese lo último que vería en este mundo
el infeliz moribundo al que visitaban.
Podría alargarme mucho más, pero no es cuestión de cansar al hipotético lector,
con estas tribulaciones de añoranzas que en un momento me invadieron.
Solo comentar como colofón mi
final como acólito. Fue entre la misas que se celebraban a las diez del domingo y la de doce. Como
estos intrépidos monaguillos no sabían en que ocupar ese espacio de tiempo,
solo se nos ocurrió la grandiosa idea de hacer de los bancos de la Iglesia
puestas a modo de vallas, ir saltándolas desde el principio del altar hasta la
puerta, la fortuna en esos momentos me fue esquiva, y cuando me disponía a
saltar mis últimos tramos, apareció de improviso Don Antonio, y al verme de
esta guisa, con los faldones de la sotana roja arremangados y dando brincos
sobre los mencionados bancos, se vino hacia mi, me agarró, y sin soltarme la
oreja presa en su mano izquierda, con la diestra me propino un pescozón en la
cabeza, me hizo mas daño el verme tratado de esa manera que el sopapo que me
había atizado, y soltándome de su mano, agarré el roquete y la sotana y allí
mismo lo tiré a sus pies, le dije que ni mi padre me había pegado nunca, y no
iba a consentir que por muy cura que fuese el lo hiciese, y tomando la puerta,
me dirigí hacia mi casa.
Lo que vino después ya se pueden
hacer a la idea, pero esa seria otra cuestión que mejor no tocarla por el
momento.
NOTA: Cuando pasaron muchos años,
y poco antes de fallecer Don Antonio, fui a visitarle a su casa de Valdepeñas,
y entre recuerdos me dijo, Pepe, ni tú ni yo ya somos los mismos, me pidió
perdón a su manera, y yo como es natural se lo concedí con una sonrisa.